lunes, 2 de julio de 2012

Prólogo

Cuando no era más que una adolescente, me obsesioné con los relatos de terror de Edgar Allan Poe. Mis favoritos, como "Ligeia" o "El retrato ovalado", incluían algún tipo de elemento sobrenatural relacionado con la sinrazón de sus protagonistas masculinos, obsesionados con la mujer objeto de su amor. Fue pues, inevitable, que uno de mis primeros relatos se inspirara en aquellas lecturas, sólo que desde un punto de vista totalmente femenino. Espero que disfrutes de la historia de esta joven sin nombre y su descenso a la locura. Tanto si es así como si no, te invito a dejar tu opinión en la última entrada, el "Libro de visitas". Estaré más que encantada de leerla y responderte.

El relato incluye una preciosa ilustración realizada por Gen. Podéis admirar más ilustraciones suyas en su blog Sadie & Gen.

Muchas gracias por hacer que mi relato cobre vida delante de tus ojos.

Rossetti 

Lunática I

Esta hoja de papel, y la pluma con la que escribo son los únicos vestigios que quedan de mi vida anterior. Los considero una extensión de mi cuerpo ya que, privada de la facultad de hablar, ellos son el único medio con el que cuento para comunicarme con mis compañeros de tortura, otros que, como yo, cayeron bajo el influjo del Ojo de la Noche, de la Dama Blanca, de “Esa” cuyo nombre me tienen prohibido pronunciar. ¡No, no, por favor! No hagas juicios prematuros sobre mí. Soy una persona normal. Mi vida era normal. Tuve una infancia absolutamente normal. Porque, a mi entender, que una niña de corta edad tema la llegada de la noche no traspasa los límites de lo natural. 

Cuando cumplí tres años, pude ver por primera vez en mi corta vida, desde la amplia ventana de mi habitación, como el sol desaparecía tras el mar. En ese momento, una mezcla de angustia y terror se apoderó de mí. ¡El sol se había marchado, quizás para siempre! Ahogada por el llanto y el miedo, mis ojos contemplaban como los colores pastel del cielo -azul, rosa, anaranjado, amarillo- se diluían en el mar, y un manto oscuro se extendía desde la parte superior de la ventana. Al principio apenas se trataba de una línea, que crecía lentamente, sin prisa pero sin pausa, dejando en penumbras mi habitación. Cuando la oscuridad casi rozaba el horizonte, mi madre, alarmada por mi llanto, abrió la puerta de golpe, encendió la luz -bendita, bendita luz- y, después de tranquilizarme en sus brazos, y averiguar, no sin cierto esfuerzo de comprensión por su parte, debido a mi incipiente lenguaje infantil, el motivo de mi desasosiego, cerró la ventana, corrió las cortinas y, con voz divertida, me explicó: 

-No tengas miedo, cariño. Lo que ocurre es que la Luna (mi pluma tiembla al unir el trazo de la “l” con la curva de la “u” y de la “n”, y engancharla a las redondeces de la “a”, descubriendo el nombre de “La Innombrable”), acompañada por su séquito, ha empujado al Sol para que caiga detrás del mar. Pero no te preocupes, que mañana el Astro Rey volverá a traer la luz al cielo. 

Desde ese día, las cortinas, así como las contraventanas de mi dormitorio, se cerraban antes del atardecer. Me negaba a tener que contemplar aquel espectáculo tan doloroso para mí. Mi madre no vio nada malo en ello, ya que consideraba absolutamente normal que un niño temiera a la Oscuridad. A lo largo de doce años, el ritual de sellado de mi habitación continuó realizándose día tras día, mes tras mes, año tras año... Durante todo ese tiempo, la Curiosidad, ese vicio disfrazado de apetencia intelectual, fue creciendo en mi interior. Aquella fatídica Noche en mi niñez, yo había sido capaz de experimentar la oscuridad, pero mis ojos no llegaron a contemplar a su Reina, por lo que mi imaginación pronto se pobló de formas y figuras para llenar ese vacío en mi conocimiento. A veces era una mujer alta y pálida, vestida de negro y coronada en plata. Otras era un caballo alazán, de ojos llameantes y crines de fuego. Tal era el poder de seducción que la Ramera del Firmamento ejercía sobre mí, que aun cuando la ventana cerrada me protegía de su visión, pasaba muchas noches en vela mirando sin ver, como si mis sentidos hubieran sido hechizados por una magia oscura y maléfica.



El día en que cumplí quince años, mi madre decidió que ya era lo suficientemente mayor como para superar ese “miedo irracional e infantil”, como ella lo llamaba. Había intentado sin resultado mostrarme libros y dibujos en los que apareciera la Dama Blanca. Yo me había negado a conocerla una y otra vez, pensando que su sola visión bastaría para ser arrojada detrás del mar. Aquella tarde, mi madre descolgó las cortinas y las contraventanas que me protegían de la noche. Me obligó a sentarme en una silla delante de la ventana abierta, me besó dulcemente en la frente, y sin mediar palabra, salió de mi habitación, y cerró la puerta con llave. Yo aún no me había resignado a ser testigo de aquél aquelarre nocturno, así que, decidida a ser yo misma la que controlara la situación, cerré los ojos, y esperé. En poco tiempo, la luz que entraba desde la ventana fue sustituida por las penumbras. Los minutos caían uno tras otro del reloj de pared, convirtiéndose lentamente en horas eternas. Privada de visión, intenté distraer mi mente con los sonidos que me rodeaban, en un desesperado intento por no sucumbir al pánico. Un grillo solitario me dedicó una serenata desde el jardín. Un búho ululaba desde una rama y, aunque el mar estaba demasiado lejos como para escuchar el batir de las olas contra los acantilados, la brisa me traía aquella mezcla de olores, a algas y sal, que me era tan familiar. 

De repente, el aguijón de la Curiosidad comenzó a picarme en las entrañas, minando mi voluntad y nublando mis pensamientos. Cerré los ojos con más fuerza, decidida a no sucumbir, decidida a ganar la partida. Cuando aún me encontraba perdida en estas cavilaciones, un susurro acarició mis oídos: 

“Abre los ojos, niña.” 

Era una voz femenina, melodiosa y seductora. Una voz hipnótica, que hechizaba mi razón con su cadencia y sensualidad. Una mano helada recorrió mi espalda mientras otra envuelta en llamas cerró sus dedos en torno a mi corazón, obligándolo a galopar cada vez más aprisa. La voz volvió a hablarme, masticando cada una de las palabras que pronunciaba. 

“¿Qué haces ahí sentada, con los ojos cerrados?” 

 Todos mis sentidos se pusieron en guardia. Era yo la que llevaba el control. Yo llevaba el control. Llevaba el control. El control. 

 “Abre los ojos y mírame”. 

Di un brinco en la silla. Apreté mis párpados con más fuerza aún. Durante unos minutos, el silencio reinó en la habitación. De repente, la oscuridad total en la que me hallaba inmersa comenzó a remitir, y una luz clara y suave acarició mi rostro. 

 “No tengas miedo, niña. Soy Yo”. 

Era Ella. No me hizo falta ninguna palabra más. Después de tanto tiempo, había venido a buscarme. Sé que tenía que haber sido más fuerte. Pero todo aquél muro de miedo y aversión que había construido en mi infancia se derrumbó con el eco de Su voz resonando dentro de mi cabeza. 

 “Abre los ojos, niña. Mírame, niña. Soy yo, niña”. 

Mordí mis labios hasta que la sangre asomó en mi boca, salada y caliente. Respiré hondo. Y... abrí los ojos. 

Un grito se ahogó en mi garganta. Lo que veía era tan sobrecogedor, tan terrorífico, pero a la vez, tan hermoso y fascinante que todavía hoy me hace estremecer. Ningún caballo de fuego surcaba el cielo, ninguna mujer de negro se paseaba por mi jardín. Sólo un inmenso agujero de luz en medio de aquella oscuridad. Admiré su perfecta redondez, y la blanca aureola que la coronaba. Lentamente, me acerqué a la ventana para contemplarla mejor. Los sonidos de la noche se apagaron, y aguardé en silencio, la mejilla apoyada sobre el alféizar de mi ventana, expectante, ansiosa por oír de nuevo aquella voz. Su voz. 

Al principio, fue sólo un murmullo apagado por la caricia del viento entre las ramas, que fue creciendo poco a poco, hasta convertirse en un gorjeo infantil, contagiándome de tal manera que a duras penas podía contener mis carcajadas. Después se hizo el silencio, la calma total que siempre precede a las tempestades. Y la tempestad llegó, acompañada de una risa rezumante de odio y demencia. 

“¡Ya eres mía!”, repetía una y otra vez. “Niña impertinente, ¿creías que ibas a poder esconderte de mí toda la vida?”. 

Tapé mis oídos, pero sus carcajadas seguían martilleando mi cabeza. Miré por la ventana, y dirigiéndome a aquel hueco de luz, grité: 

 “¡Desaparece de mi vista! ¡Te odio, te odio!”. 

Agarré la silla con ambas manos, la levanté por encima de mi cabeza y haciendo acopio de todas mis fuerzas, corrí hacia la puerta del dormitorio, donde descargué un solo golpe. Después, la oscuridad cayó sobre mí. 


Lunática II

Cuando abrí los ojos, la luz del sol iluminaba mi habitación. Mi madre estaba sentada a mi lado; sus ojeras revelaban que llevaba varios días sin dormir. Me contó que me habían encontrado en el suelo, sin sentido, que había pasado varias semanas en ese estado febril, y que gritaba y reía en sueños, poseída por visiones de caballos de fuego y damas vestidas de negro. De todo aquello no quedaba ningún rastro en mi memoria pero, por lo que ocurriría en unas pocas horas, supuse que sin darme cuenta había invocado a algún espíritu benévolo para que acudiera en mi ayuda. 

La noche llegó rápidamente, y con ella volvieron de nuevo mis temores. Esperaba oír su voz de nuevo, pero el tiempo pasaba y sólo el ulular del viento y el canto de los grillos poblaban el silencio de la noche. Casi sin pensarlo, corrí hacia la ventana, y lo que vi me sobrecogió por su belleza. Ningún círculo de luz iluminaba el cielo, y la profunda oscuridad del firmamento estaba rota por cientos de pequeñas estrellas. Ella no estaba allí. En ese instante llegué a pensar que quizás mis palabras habían conseguido desterrarla detrás del profundo mar que encerraba al Sol cada tarde. Por primera vez desde hacía muchos años, conseguí dormir sin sentirme acosada por aquella fuerza que me controlaba tras los cristales de mi ventana. 

Al igual que las hojas, los días fueron cayendo uno tras otro del árbol del calendario, anunciando la llegada del otoño. La tranquilidad que disfrutaba era cada vez más intensa, aunque continuaba cerrando la ventana cada noche, más por costumbre que por temor. Reconozco que quizás bajé mis defensas. Sí, ese fue mi error. Y lo pagué caro, muy caro. 

Aquella noche, la última noche que he conocido, sentí que algo me arrancaba del dulce seno de los sueños. Desperté bañada en sudor, expectante, alerta... Entonces volví a oír aquel murmullo, aquella risa infantil, aquella carcajada malévola. 

“¡No, no, otra vez no, por favor, otra vez no! ¡Cállate, cállate!”, le gritaba. 

Lejos de apagarse, el eco de su risa creció en intensidad, hasta que todos los sonidos de la noche fueron eclipsados por aquel himno a la Locura. De repente, la ventana se abrió de golpe, y los cristales estallaron en mil pedazos que volaron en todas direcciones. Allí, en mitad del cielo, más inmensa que nunca y teñida de sangre, estaba Ella. Había venido a por mí. Un fuego prendió en mi vientre, y un río de sangre caliente comenzó a fluir de entre mis muslos, dibujando un maldito círculo rojo sobre mis sábanas blancas. 

“¿Quieres mi sangre, verdad?”, le grité, “¿Quieres mi vida, no es cierto? ¡Pues tómala de una vez, tú has vencido, mírame!” 

Estiré mi mano para alcanzar uno de los fragmentos de cristal que habían caído sobre mi cama, y reuniendo el poco valor que me quedaba, tracé una línea sobre mis muñecas. Lo último que recuerdo es la sangre corriendo entre mis piernas, la sangre fluyendo a borbotones de mis brazos... 

Aún no sé por qué razón mi Ama me perdonó la vida. Quizá se diese cuenta de que, con aquel gesto, me había convertido en su más fiel servidora. Cuando abrí los ojos después de haberme creído muerta, pude comprobar que mis muñecas conservaban aquellas cicatrices, que me marcaban con el estigma de la esclavitud. Intenté gritar, pero mi garganta ya no era capaz de emitir sonido alguno. Y supe que, a cambio de mi vida, Ella me había robado la voz. Miré a mi alrededor. Ya no me encontraba en mi habitación, sino en un lugar extraño para mí. En adelante, se convirtió en mi nuevo hogar. El lugar, debo admitir, es agradable, incluso diría que acogedor. Las paredes, blandas y suaves al tacto, y de un blanco luminoso, carecen de ventanas. Mi cama, aunque pequeña, es cómoda, y, una vez al día, un hombre vestido de blanco me trae comida. Fuera, oigo voces y risas, y sé que no soy la única, que hay más que, como yo, han sido castigados por su insolencia, por atreverse a desafiar a la Reina de la Noche. Ahora, cuando se apagan las luces, puedo sentir el latido de su corazón. Aquella noche, la Luna bebió mi sangre y devoró mi cuerpo. Sé que nunca podré salir de aquí. Y no quiero hacerlo. Después de todo, vivo en las entrañas del Ser más poderoso del Universo. 


Libro de visitas


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