Esta hoja de papel, y la pluma con la que escribo son los únicos vestigios que quedan de mi vida anterior. Los considero una extensión de mi cuerpo ya que, privada de la facultad de hablar, ellos son el único medio con el que cuento para comunicarme con mis compañeros de tortura, otros que, como yo, cayeron bajo el influjo del Ojo de la Noche, de la Dama Blanca, de “Esa” cuyo nombre me tienen prohibido pronunciar. ¡No, no, por favor! No hagas juicios prematuros sobre mí. Soy una persona normal. Mi vida era normal. Tuve una infancia absolutamente normal. Porque, a mi entender, que una niña de corta edad tema la llegada de la noche no traspasa los límites de lo natural.
Cuando cumplí tres años, pude ver por primera vez en mi corta vida, desde la amplia ventana de mi habitación, como el sol desaparecía tras el mar. En ese momento, una mezcla de angustia y terror se apoderó de mí. ¡El sol se había marchado, quizás para siempre! Ahogada por el llanto y el miedo, mis ojos contemplaban como los colores pastel del cielo -azul, rosa, anaranjado, amarillo- se diluían en el mar, y un manto oscuro se extendía desde la parte superior de la ventana. Al principio apenas se trataba de una línea, que crecía lentamente, sin prisa pero sin pausa, dejando en penumbras mi habitación. Cuando la oscuridad casi rozaba el horizonte, mi madre, alarmada por mi llanto, abrió la puerta de golpe, encendió la luz -bendita, bendita luz- y, después de tranquilizarme en sus brazos, y averiguar, no sin cierto esfuerzo de comprensión por su parte, debido a mi incipiente lenguaje infantil, el motivo de mi desasosiego, cerró la ventana, corrió las cortinas y, con voz divertida, me explicó:
-No tengas miedo, cariño. Lo que ocurre es que la Luna (mi pluma tiembla al unir el trazo de la “l” con la curva de la “u” y de la “n”, y engancharla a las redondeces de la “a”, descubriendo el nombre de “La Innombrable”), acompañada por su séquito, ha empujado al Sol para que caiga detrás del mar. Pero no te preocupes, que mañana el Astro Rey volverá a traer la luz al cielo.
Desde ese día, las cortinas, así como las contraventanas de mi dormitorio, se cerraban antes del atardecer. Me negaba a tener que contemplar aquel espectáculo tan doloroso para mí. Mi madre no vio nada malo en ello, ya que consideraba absolutamente normal que un niño temiera a la Oscuridad. A lo largo de doce años, el ritual de sellado de mi habitación continuó realizándose día tras día, mes tras mes, año tras año... Durante todo ese tiempo, la Curiosidad, ese vicio disfrazado de apetencia intelectual, fue creciendo en mi interior. Aquella fatídica Noche en mi niñez, yo había sido capaz de experimentar la oscuridad, pero mis ojos no llegaron a contemplar a su Reina, por lo que mi imaginación pronto se pobló de formas y figuras para llenar ese vacío en mi conocimiento. A veces era una mujer alta y pálida, vestida de negro y coronada en plata. Otras era un caballo alazán, de ojos llameantes y crines de fuego. Tal era el poder de seducción que la Ramera del Firmamento ejercía sobre mí, que aun cuando la ventana cerrada me protegía de su visión, pasaba muchas noches en vela mirando sin ver, como si mis sentidos hubieran sido hechizados por una magia oscura y maléfica.
El día en que cumplí quince años, mi madre decidió que ya era lo suficientemente mayor como para superar ese “miedo irracional e infantil”, como ella lo llamaba. Había intentado sin resultado mostrarme libros y dibujos en los que apareciera la Dama Blanca. Yo me había negado a conocerla una y otra vez, pensando que su sola visión bastaría para ser arrojada detrás del mar. Aquella tarde, mi madre descolgó las cortinas y las contraventanas que me protegían de la noche. Me obligó a sentarme en una silla delante de la ventana abierta, me besó dulcemente en la frente, y sin mediar palabra, salió de mi habitación, y cerró la puerta con llave. Yo aún no me había resignado a ser testigo de aquél aquelarre nocturno, así que, decidida a ser yo misma la que controlara la situación, cerré los ojos, y esperé. En poco tiempo, la luz que entraba desde la ventana fue sustituida por las penumbras. Los minutos caían uno tras otro del reloj de pared, convirtiéndose lentamente en horas eternas. Privada de visión, intenté distraer mi mente con los sonidos que me rodeaban, en un desesperado intento por no sucumbir al pánico. Un grillo solitario me dedicó una serenata desde el jardín. Un búho ululaba desde una rama y, aunque el mar estaba demasiado lejos como para escuchar el batir de las olas contra los acantilados, la brisa me traía aquella mezcla de olores, a algas y sal, que me era tan familiar.
De repente, el aguijón de la Curiosidad comenzó a picarme en las entrañas, minando mi voluntad y nublando mis pensamientos. Cerré los ojos con más fuerza, decidida a no sucumbir, decidida a ganar la partida. Cuando aún me encontraba perdida en estas cavilaciones, un susurro acarició mis oídos:
“Abre los ojos, niña.”
Era una voz femenina, melodiosa y seductora. Una voz hipnótica, que hechizaba mi razón con su cadencia y sensualidad. Una mano helada recorrió mi espalda mientras otra envuelta en llamas cerró sus dedos en torno a mi corazón, obligándolo a galopar cada vez más aprisa. La voz volvió a hablarme, masticando cada una de las palabras que pronunciaba.
“¿Qué haces ahí sentada, con los ojos cerrados?”
Todos mis sentidos se pusieron en guardia. Era yo la que llevaba el control. Yo llevaba el control. Llevaba el control. El control.
“Abre los ojos y mírame”.
Di un brinco en la silla. Apreté mis párpados con más fuerza aún. Durante unos minutos, el silencio reinó en la habitación. De repente, la oscuridad total en la que me hallaba inmersa comenzó a remitir, y una luz clara y suave acarició mi rostro.
“No tengas miedo, niña. Soy Yo”.
Era Ella. No me hizo falta ninguna palabra más. Después de tanto tiempo, había venido a buscarme. Sé que tenía que haber sido más fuerte. Pero todo aquél muro de miedo y aversión que había construido en mi infancia se derrumbó con el eco de Su voz resonando dentro de mi cabeza.
“Abre los ojos, niña. Mírame, niña. Soy yo, niña”.
Mordí mis labios hasta que la sangre asomó en mi boca, salada y caliente. Respiré hondo. Y... abrí los ojos.
Un grito se ahogó en mi garganta. Lo que veía era tan sobrecogedor, tan terrorífico, pero a la vez, tan hermoso y fascinante que todavía hoy me hace estremecer. Ningún caballo de fuego surcaba el cielo, ninguna mujer de negro se paseaba por mi jardín. Sólo un inmenso agujero de luz en medio de aquella oscuridad. Admiré su perfecta redondez, y la blanca aureola que la coronaba. Lentamente, me acerqué a la ventana para contemplarla mejor. Los sonidos de la noche se apagaron, y aguardé en silencio, la mejilla apoyada sobre el alféizar de mi ventana, expectante, ansiosa por oír de nuevo aquella voz. Su voz.
Al principio, fue sólo un murmullo apagado por la caricia del viento entre las ramas, que fue creciendo poco a poco, hasta convertirse en un gorjeo infantil, contagiándome de tal manera que a duras penas podía contener mis carcajadas. Después se hizo el silencio, la calma total que siempre precede a las tempestades. Y la tempestad llegó, acompañada de una risa rezumante de odio y demencia.
“¡Ya eres mía!”, repetía una y otra vez. “Niña impertinente, ¿creías que ibas a poder esconderte de mí toda la vida?”.
Tapé mis oídos, pero sus carcajadas seguían martilleando mi cabeza. Miré por la ventana, y dirigiéndome a aquel hueco de luz, grité:
“¡Desaparece de mi vista! ¡Te odio, te odio!”.
Agarré la silla con ambas manos, la levanté por encima de mi cabeza y haciendo acopio de todas mis fuerzas, corrí hacia la puerta del dormitorio, donde descargué un solo golpe. Después, la oscuridad cayó sobre mí.